Hace mucho que dejé de ser un
chico normal; fue de repente y llegó sin avisar.
Se acabó el deporte, mis salidas
con amigos, todo cambiaría lentamente. Primero fueron las muletas, luego la
silla de ruedas y al final, solo la cama.
Decidí escoger un amuleto que me acompañara
día y noche, que estuviera siempre conmigo y me acorde de Gustavo, la rana
Gustavo, uno de mis personajes favoritos de mi niñez. Tenía a mi rana Gustavo
en el pijama cuando me iba a dormir, en el bolsillo de la camisa que me ponía
cuando mis amigos venían a verme a casa, que eran todos los días. Se convirtió
en una obsesión que fui transmitiendo a mis amigos más queridos.
Llegó un momento en que la
enfermedad me devoró y tan solo podía comunicarme con guiños y parpadeos pero siempre fui una
persona optimista y pensé que iba a ganar la batalla, mi peor batalla.
Con Gustavo instalado en el
bolsillo, junto a mi corazón, siempre
tenía la sensación de estar acompañado por mi mejor amigo, él siempre sabía
como estaba yo, como me sentía sin necesidad de palabras.
Ya dije antes que Gustavo encantó
a mis amigos, a los que me visitaban todos los días, y cual fue mi sorpresa, cuando fui viendo que todos
ellos venían con un Gustavo en el bolsillo. ¡GUSTAVO SE HABÍA CONVERTIDO EN LA MASCOTA DE TODOS!.
Y así pasaron los días, yo cada
vez peor, recibiendo continuas visitas de mis amigos transcurrían las tardes,
hablando de chascarrillos y tonterías, así hasta el final.
Tenía 29 años cuando Gustavo y yo
decidimos coger el tren de la vida, de la verdadera vida. Ya no había más
sufrimientos, más tardes con amigos y sin embargo estaba alegre, alegre porque
me iba acompañado de todos ellos. Al verles tan apenados solo se me ocurría
preguntarles ¿de qué os quejáis?, miradme a mi, me voy feliz, después de 9 años de terrible enfermedad, pero sin una sola queja, sin una mala cara y
como no, ME FUI CON GUSTAVO.
Enrique G.
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